jueves, 26 de febrero de 2009

Érase una vez una mochila de auto, una lonchera de Alf y, luego, una de Snoopy

Varios años han pasado desde que la escuela que más quise de toda mi etapa escolar tuvo que cerrar; sin embargo, una nostalgia aún me invade cada vez que me dirijo hacia Tarma o Paccha y veo en lo que se ha convertido.

El año 1991 hice "vacaciones útiles" en un colegio de La Oroya (lugar donde nací) que se llama Mayupampa (ahí estudiaban y todavía estudian los hijos de los ingenieros que trabajaban en la empresa Centromín o lo que es ahora la empresa Doe Run). Recuerdo que no me gustaba la clase de karate, lo cual, tal vez, es una muestra de la persona pacífica que soy hasta el día de hoy. Un día, por una feliz coincidencia, me llevaron a otra escuela a tomar clases por un día y yo muy contento fui, porque coincidía con el día que tenía karate. Lo que me pareció extraño es que a esa escuela habíamos ido un montón de niños y nos estaban haciendo esperar. Bueno, por alguna extraña razón, mis papás me sacaron antes de entrar a algún salón, pero en la tarde volvimos, lo cual me pareció más extraño todavía. Al final, después de deambular por esa escuela y de haber visto a mis padres preguntar no se qué, me llevaron a esperar junto a unos niños en la puerta de un salón; recuerdo que leyeron una lista y me nombraban ahí; vi salir a otros niños y me indicaron que entrara. Recuerdo que el salón estaba a media luz (de repente mis recuerdos fallan, pero eso es lo que recuerdo). Me señalaron una carpeta donde debía sentarme y donde debía esperar. Al rato, vino una persona que me hizo hacer unos "ejercicios" que a mi me parecieron de lo más naturales y sencillos, porque eran parecidos a los que había hecho en el jardín y en algunos libros de aprestamiento que tenía en la casa. Cuando terminé, me dijeron que podía salir. Mi recuerdo solo llega hasta al momento en que les dije a mis papás que habían sido sencillos los ejercicios. Tal vez, me sorprendí de que todo acabara tan rápido y de que no haya un profesor que nos enseñara algo.


Vista del colegio 31750 J.A.Rázuri cuando todavía funcionaba ahí el colegio "Mayupampa"

La siguiente parte de la historia me la contó posteriormente mi mamá; creo que me la contó unos cuatro o cinco años después. A los tres días, una amiga que trabajaba en el IPPS le avisó que yo estaba en la lista de ingresantes al 'Rázuri'. Sí, aquello había sido una prueba de ingreso y yo me enteré mucho tiempo después. Empezaba mi vida en el Colegio Fiscalizado Nro. 31750 "José Andrés Rázuri". No recuerdo mucho el primer grado; solo tengo vagos recuerdos de que me enfrentaba a un niño bravucón que creo se llamaba Roberto. Obviamente, yo llevaba las de perder porque nunca me había peleado y no tenía fuerza. Recuerdo también que el brigadier, que fue mi compañero años más tarde en otra escuela y en otro colegio, tenía una regla con la que golpeaba al que se movía. Sin embargo, no todos son recuerdos de ese tipo. También me acuerdo que el profesor Alfredo Miranda era muy paciente. Ese año aprendí por fin a leer; aunque ya sabía varias de las letras del alfabeto, no sabía cómo conectarlas hasta ese año. También recuerdo una conversación con una niña llamada Diana (ese fue el único año que fue mi compañera y, con el tiempo, me encontré con ella en la universidad); en dicha conversación, ella me decía que yo si a mi me gustaba podía ser escribidor, que si me gustaba pintar podía ser pintor, que si me gustaba cantar podía ser cantor; gracias a mi papá he podido más o menos acordarme de eso, porque dio la casualidad que ese día me vino a buscar y la escuchó diciéndome eso en el camino que llevaba de la escuela al edificio Sesquicentenario.

Estuve en esa escuela tres años más; no recuerdo cuándo exactamente llegó la mochila de auto; lo que sí me queda claro es que en el paso de primero a segundo cambié mi lonchera de Alf por una lonchera que no tenía figuras y a la que le puse stickers de Snoopy, porque alguien me los regaló. En dicha temporada también me mudé de Marcavalle a Sudete, lo cual implicaba un cambio de bus escolar. No tomábamos el bus porque éramos unos burgueses a los que no les gustaba ir en micro, sino porque nuestra escuela quedaba lejos y no había forma de acceder, sino con carros particulares que nos llevarán hasta Amachay, que es la zona donde estaba ubicada mi escuela. Cuando me mude a Sudete, los de la fila del bus (nos colocábamos en una fila por grados para esperar el bus) me decían que yo era el estudiante motorizado y hacían sonidos como de motor cuando me veían con la mochila de auto; no sé dónde estará; sin embargo, me hubiera gustado tomarle una foto para colgarla en este post.

Cuando estaba en cuarto grado, ya no usaba lonchera desde tercero y me había mudado otra vez a Marcavalle; no imaginaba que iba a ser el último año que iba a estar en esa escuela-colegio (por las mañanas era escuela: primaria; por las tardes, colegio: secundaria). Era el segundo año que me enseñaba la profesora Isabel Antúnez de Mayolo a quien de cariño llamábamos profesora Chabuca; ella era la esposa del ingeniero Carrascal que llegó a ser gerente central de operaciones de Centromín Perú; una vez me llevó a la entrada de su casa para entregarme un recado para mi papá que fue presidente de la mesa directiva de padres cuando estuve en 3ro y me quedé sorprendido del auto en que me llevó y de la casa donde vivía. Ella nos enseñó quién era Javier Pérez de Cuéllar y, por primera vez (pocas veces sucedió eso en toda mi vida escolar), escuché a alguien criticar a Fujimori, lo cual me pareció bien porque llevaba ya dos años discutiendo con mis compañeros sobre la manera de gobernar de Fujimori; en esos tiempos, era uno de los pocos que estaba contra su gobierno (ya de chibolo metiéndome en esa ensalada llamada política). Ella fue la primera profesora que me preguntó que libro leía mientras los demás jugaban (era 'Mi planta de naranja-lima'). Con ella, leímos 'El principito' completo en los últimos días de aquel cuarto grado. Ya lo había leído, pero, por alguna razón, disfruté mucho leerlo en esos días junto con mis compañeros; es posible que en esos últimos días sintiera como una premonición de lo que iba a suceder. Fueron días tristes; sabíamos que la profesora se iba de La Oroya. Le hicimos una despedida en la que, por lo mucho que me conocía, me recordó que debía comer todas las verduras y bailamos una danza, pero sin disfraces.

En el verano de 1995, por el proceso de privatización de Centromín Perú, proceso generado por el ya dictador de entonces (recuérdese que el 5 de abril fue en 1992), me enteré que la USE de Centromín había decidido cerrar mi escuela-colegio y que todos íbamos a pasar a la Escuela Fiscalizada Nro. 31789 "Miguel Grau" y ahí comenzó el principio del fin, lo que había sido una especie de "primavera de Praga" de mi vida escolar estaba tocando a su fin.

miércoles, 25 de febrero de 2009

Un día de Pachamanca

Una vez, cuando era niño, papá Apolonio y mamá Adriana (que a la sazón son mis abuelos) me dijeron que debía aprender a pircar el horno para la pachamanca, pero este aprendizaje no era tan abrupto; es decir, lo que tenía que hacer era pircar el famoso "horno de los niños"; entonces, con algo de retraso, pues los mayores ya habían elaborado su horno hacia rato, los niños con la ayuda del tío César (que normalmente era el que asumía el papel de guía) nos poníamos a pircar.

Sin embargo, la tarea no era nada sencilla; teníamos que ubicar piedras que no reventaran y que, en mitad del calentamiento del horno, no fregaran la delicada construcción que se hacía con cada una de las piedrecillas que encontrábamos; bueno, después teníamos que conseguir pedazos de leña o madera para poder mantener el fuego del pequeño horno. Esta labor "normalmente" debía ser asumida por los niños; las niñas debían estar en la cocina preparando las humitas, sazonando la carne y viendo todo lo culinario; no obstante, en estos tiempos de igualdad y de feminismo, era muy natural que a las niñas no les interesase para nada cocinar o elaborar lo que debía ir en la pachamanca, sino que al igual que los niños les interesase más la elaboración del horno y el mantenimiento del fuego que debía calentar las dichosas piedras.

Todo iba bien hasta que nos aburríamos de esperar que todo estuviese listo; esto solo ocurría cuando las piedras comenzaban a "blanquear", para lo cual pasaban algunas horas; esto era muy importante para papá Apolonio, pues indicaba que las piedras ya estaban listas; el paso siguiente era apagar el fuego y, con guantes, ir quitando las piedras. Me olvidé de decir que el horno se construye sobre un agujero previamente excavado y que toda la leña se pone ahí. Pues bien, una vez que se quitaban las piedras de encima se colocaban las piedras de la base en el fondo del agujero, pues ahí iban a ir las papas (cualquiera que haya visto cómo se abre una pachamanca puede dar fe de lo ricas que son las papas que se han adherido a la piedra y que están crocantes por la cocción); luego, se colocaban otras piedras para poner después las humitas; todo aquel que sabe de pachamancas me preguntará: "¿Y la carne?"; como ya dije que era un horno de "niños" lo más natural es que no vaya carne, aunque, en algunas ocasiones sí hubo, pero fueron pocas; como adivinarán se ponía más piedras y luego se colocaban las habas. El siguiente paso es un poco oscuro porque no recuerdo la hierba con la que cubríamos a las habas; lo que sí recuerdo es que luego colocábamos unas telas y papel craft. Por último, se cubría con tierra y se esperaba una hora y media o dos.

Cuando se descubría, el olor era sumamente agradable; ya con ese olor uno se imaginaba comiendo la pachamanca; bueno, de nuevo con los guantes, uno tenía que ir sacando las piedras e ir poniendo las habas, las humitas, las papas y la carne (si la había) en las ollas y canastas respectivas. En el proceso, uno probaba las humitas tipo galleta que quedaban impregnadas en las piedras o las papas de las que ya hablé. Este era un aperitivo mientras esperábamos el resultado del horno más grande donde estaban las carnes de carnero, vaca, pollo, cuy y conejo (sí ya sé que los activistas por los animales no deben estar muy contentos ahorita, pero me gusta la carne y no pienso cambiar eso).

Bueno, ese era el fin de la "pachamanca de los niños". La de los adultos implicaba más trabajo, dedicación, esfuerzo, etc.. Por lo tanto, agradezco a mis abuelos, a mis tíos, a mis papás, a mis hermanos y a mis primos por esos maravillosos días en los que nos dedicábamos a realizar toda una actividad familiar para comer algo rico y agradable, y para pasar un buen rato en compañía de todos los que quería, porque el momento de comer era un compartir en el que había narraciones, bromas, anécdotas que nunca voy a olvidar. Gracias por esos momentos.